Viajar a dedo es una experiencia de viaje superior. Requiere tiempo... y paciencia... pero la alegría de ver un auto que se detiene, es como lo que Mastercard no puede comprar: no tienen precio. Y permite, además del estudio antropológico de las diferentes escalas de desprecio en la mirada de los que no se detienen, los más variopintos encuentros culturales con el conductor benévolo. Hay tres perfiles, básicamente, de conductor que te lleva:
- La joven pareja en auto destartalado que experimente sincera alegría de ayudar al prójimo. Por lo general en su primer auto que compran para viajar, y además de hacer la buena acción del día, consiguen compañía.
- El hombre de negocios en sus 40´s viajando solo en un BMW o Mercedes flamante que se ve reflejado en uno, veinte años atrás (...o diez...). En realidad se llevan a ellos mismos en forma retroactiva, para reparar todas las veces que oteos los dejaron esperando bajo la lluvia. Este es el mejor perfil, porque por lo general conduce su nave a no menos de 200km/h y te deja en el punto exacto donde querías llegar.
- El camionero turco o griego que está haciendo de un tirón Lisboa- Ankara y te levanta porque te vio cara de griego, o al menos de alemán, y tiene la esperanza de mantener un diálogo que le evite dormirse (y consiguiente estrolamiento). Gran decepción de él al encontrar la infranqueable barrera idiomática, porque un argentino puede inventar el italiano, el francés o hasta el rumano de ser necesario, pero el turco y el griego, al menos hasta ahora, se me escapan por completo. El perfecto dominio de ruso, ucraniano, polaco, checo y eslovaco de mi ocasional coequiper también destacan por su inutilidad. Pero igual, la visión del paisaje checo bajo una tenue lluvia (desatada tan pronto subí al camión) escuchando bazukias griegas, tampoco tiene precio. Lástima la cara de decepción y de sueño del conductor. Otra desventaja de los camiones es que circulan en el mejor de los casos a 80 km/h, con las pausas reglamentarias que por qué no, pueden ser de hasta 60 minutos. Justamente aquí sentados en la estación de servicio lo miro a mi benefactor del día rascarse la oreja, mientras quizás se arrepiente de haberme levantado.
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