lunes, 22 de diciembre de 2008

Un museo de grandes novedades


Hoy visité el nuevo y espectacular museo de Amalita. Qué lugar plagado de contradicciones! Omnipresente culto a la propia imagen, reforzado por el hecho de que se hace llamar a ella misma “la señora” choca de tal manera con el carácter de las obras expuestas que el trago se (me) hace difícil de digerir. Empecemos por decir que el museo no tiene nombre visible salvo: colección de arte Amalia Lacroze de Fortabat. Que es exactamente lo que es: los cuadros que ella colecciona y que afortunadamente ha decidido exhibir(se). Es como si hubiera abierto su desván. Y la señora te mira desde el lienzo: no ha dejado artista sin hacerle retrato, quiero decir que hasta el mismísimo Andy Warhol la ha inmortalizado, supongo que cediendo al principio de billetera mata modelo, ha plasmado para la posteridad el cuadro “Retrato de la señora Amalia Lacroze de Fortabat”, título que por otra parte se repite una copiosa cantidad de veces a lo largo y alto del museo, mezclado en una colección multimillonaria.

El museo alberga obras vanguardistas en un entorno aséptico hasta la antinaturalidad, con tal grado de vigilancia que llega a tornarse, para alguien con alergia a los disfrazados como yo, netamente invasivo. Dos veces, en mi breve visita, y eso que no me considero precisamente un agitador, los self appointed guardianes de la moral museística hubieron de apercibirme: la primera me pareció innecesaria pero atendible, pues me había acercado en aparente exceso a la obra expuesta, lo cual quedaba probado por el hecho de que estaba pisando unas líneas que a tal efecto demarcaban el área chica del muro, límite no tan imaginario que no había de transgredirse. Me pareció un simpático exceso de celo, ya que el cuadro se protegía solito con un oportuno vidrio colocado al efecto, pero no problem, acepto que pisé la raya y hasta ensayé un mudo gesto de disculpa. El segundo incidente me sublevó en cambio mucho más: me dejaba llevar yo por la visita guiada, que dado mi escaso (por decirlo amablemente) conocimiento del arte plástico me ilustraba útilmente, con una guía tan profusamente versada en su oficio que gastaba largos minutos delante de cada obra que tenia a bien comentar. Y yo cuando estoy parado mucho rato, me canso, por lo que me senté en el suelo lo más prolijamente que mis inflexibles huesos permiten, eso sí sin perder ni la atención ni el interés por lo que la guía comentaba. Pues bien, a Mr. Prosegur eso no le pareció acorde a su sistema de valores, inaceptable en nuestra sociedad occidental y cristiana, e invitóme a levantarme, pues “es política del museo que no está permitido sentarse en el suelo”. Tenía conmigo el folleto con las reglas del lugar, que didáctimente le señalé a mi uniformado amigo, donde especifica la prohibición de fumar, fotografiar, filmar, tocar las obras, correr, dejar niños sueltos, telefonear, comer, beber o portar equipajes, pero no se hacía mención alguna al hábito de sentarse en imperfecta posición de loto. El señor se ve que no era de la escuela positivista, o quizás pensaba y no supo expresar que la lista no era taxativa, pero en fin, no cambió de opinión. Como yo no tenía ganas de hacer escándalo (sí que tenía, pero intuí que no valía la pena) continué la visita sin volver a sentarme, no como el nene (suelto) que sí lo hacía, calculo que por su edad no llegaba a escandalizar al señor guardián, hay un viejo principio demostrado por National Geographic de que los niños y las africanas de tribu no son personas por lo que su desnudez no ofende a los censores, calculo que aquí similar principio aplica al caso.

En fin: pude disfrutar de obras de, entre otros, Pettorutti, Jorge de la Vega, de Berni: obras revolucionarias, de resistencia, intentos de desestructuración, desacralización, de una nueva forma de pensar el arte y todas las cosas. En un museo que no es nada, pero nada, de todo eso. Lo que hace el dinero.