martes, 6 de abril de 2010

Último acto

Sube con lentitud las escaleras. Quizás le extraña que no crujan a su paso tímido, como el mal estado podía haberle hecho esperar. La madera está reseca y quebradiza, formando un bello e inusual relieve que se acentúa con los rayos de luz triste del atardecer, que caen lateralmente sobre los escalones, entrando por las ventanas de los descansos. Estas tienen trabajados vitrales que también han conocido mejores días.
En las paredes del amplio hall, se conservan todavía marcos, algunos ya sin vidrio y otros aún cerrados con restos de afiches ya del todo desteñidos. En uno de ellos se alcanza a ver unos rostros y unos nombres, quizás uno sea el suyo.
Se desliza entre las puertas herrumbradas de la sala. Se siente como en un sueño, caminando por la raída alfombra que amortigua sus pasos, que la conducen hasta la última fila de lo que un día fuera un mar de asientos. Muchos faltan y en su lugar se yerguen los tornillos que alguna vez los fijaron al suelo y hoy solo ostentan ociosa verticalidad . Se agacha, observa los asientos sobrevivientes, los explora con manos inseguras. Le parece recordar una textura distinta en las butacas. En sus último encuentro con aquellos respaldos, le habían parecido suaves, como aterciopelados, hasta con cierta sensualidad. Este cuero ajado y frágil no reconoce sus dedos del mismo modo. En un primer contacto parece sutil, pero quizá sea el polvo que se desprende al adherirse al dedo creando una efímera sensación de tersura.
Mira el telón abierto como si lo desconociera; también se ve extraño. Descolorido, raído, nada queda del brillo y presencia que ella conocía, cuando el pesado paño tenía la autoridad de llevar a un intermedio o finalizar una obra. Caras angelicales observan desde la molduras que nadie se molestó en retirar, y que resisten al tiempo, aunque su dorado ya se desvanece. El imponente fresco con imágenes religiosas de la cúpula parece ser lo único que se mantiene casi inalterado.
Extrañamente, no hay olores, a pesar de que el revoque de los muros se ve húmedo y manchado de hongos y en los rincones se acumulan desechos, tal vez excremento de ratas. Falta, claro está, pintura en las paredes; por partes asoman ya los ladrillos.
Al fondo del escenario desierto, hay una silla de madera verde y un viejo balde de metal. Alguien se ha llevado la caja del apuntador, dejando un pozo. Los huecos de las lámparas ya no iluminan; hasta donde ella llega a ver, están todos vacíos.
El silencio es absoluto. Nota que el aire tiene una cualidad etérea, indefinida. Mientras se dirige a la salida se pregunta por qué en pleno invierno, con el viejo edificio rodeado por la nieve y ya llegando la noche, no hace frío.
Justo antes de abandonar el teatro encuentra una placa, sostenida por el último restante de cuatro tornillos, que recuerda a quienes lean, a través de las telarañas, que allí hizo sus últimas presentaciones la famosa bailarina, y ve su propio nombre seguido por dos fechas, la primera de las cuales es su año de nacimiento.
Cuando comprende, con cierta tristeza vuelve al interior de la sala y sube por la escalerilla al desvencijado escenario con paso grácil, como para una última pieza. Se vuelve y hace una larga pausa mirando hacia la concurrencia. Imagina, como si recordara, vivas y aplausos de despedida, dedica una reverencia a su respetable público, y se retira.